miércoles, 11 de marzo de 2009

La fortaleza



POR ENRIQUE MANZO

Por aquel entonces ya era un fotógrafo con trabajo serio. Trabajaba para una revista importante de reportaje y antropología contempóránea. La revista iba a participar en un concurso relacionado con la vida cotidiana del pueblo de Ollantaytambo, Perú, un pueblo donde se había instalado un regimiento militar inca para proteger de los invasores guerreros el lugar sagrado de Machu Pichu. Los mejores reporteros de la revista se encontraban cubriendo la guerra de Irak, la campaña presidencial en Estados Unidos cuando Obama era candidato y el conflicto por el gas con Europa del este. Asi que el fotógrafo principiante tenía la oportunidad de consagrarse si su fotografía ganaba aquel concurso. Empacó sus maletas y voló a Lima. Llegó un día de verano donde la lluvia no dejaba de azotar la costa limeña. Uno de sus temas favoritos era el agua con lo que se dispuso a tomar inspiración antes de llegar a la fortaleza proponiéndose a sí mismo sacar la mejor fotografía del concurso. Dos días tardó en aclimatarse y en partir a la última zona semi altiplánica de Ollantaytambo.


Una vez llegado e insatalado, el fotógrafo comenzó a deambular por el pueblo para asimilarse a la dinámica de aquél sitio arquológico. Entre el frio, el lodo y la lluvia, el fotógrafo se escudriñaba en los rincones secos para comenzar a captar imágenes de la vida de aquel pueblo. Las artesanías, la vestimenta folclórica de sus habitantes, la relación paupérrima de los turistas con los indígenas se le hacían ya temas trillados de poca utilidad en un concurso tan prestigiado como al que lo habían encomendado. Así que pasaron días y el tiempo se terminaba, parecía como si en aquel sitio la realidad se desvaneciera justo al momento de querer captarla, como si el viento tan fuerte y helado que corría por entre las calles no le dejaran plantarse con suficiente técnica para poder tomar a gusto una fotografía. Todas las noches al revisar el material en la pequeña pantalla de la cámara, las fotos aparecían movidas. El día que tenía que tomar el vuelo de regreso y a punto de terminarse el presupuesto, despertó con un buen presentimiento, abrió las cortinas del cuarto de hotel y la lluvia comenzaba a cesar. Con una luz espléndida para tomar fotografías, por estar el sol cubierto por nubes, salió a la calle en calidad de cazador y se dedicó a tomar imágenes como un loco. A lo lejos, miró de repente como se acercaba un viejo caminando y recordó aquella foto que tomó y que tanto le había gustado durante su estancia en Bolivia años atrás, en la que logró captar a un viejo por la espalda justo cuando un rayo de luz iluminaba su desgarrada estampa, así que dirigió la cámara hacia el señor y comenzó a plasmar, con una ráfaga de disparos, la trayectoria de este viejo peruano.
Convencido de haber sacado la foto que quería y dándose cuenta de lo tarde que se le hacía para regresar, tomó su cámara, se dirigió al hotel, recogió su equipaje y se dirigió a la terminal de autobuses. En el trayecto, con una tranquilidad convencida, comenzó a revisar las fotografías. Ninguna servía, todas ellas estaban barridas. Revisó el historial y se dio cuenta de que todo estaba en orden. La exposición, según sus conocimientos, eran correctas para la hora del día y para la velocidad a la que el viejo se movía.
No dio importancia al problema que se le presentaría con el comite de selección de la revista sino que se preguntaba qué le pasaba a la realidad. La cámara no podía fallar puesto que es un artefacto preciso así como tampoco las ecuaciones que le indicaban la correcta exposición de la fotografía. Era como si en el momento de tomarla, ni la cámara ni su conocimiento, hubieran podido hacer nada contra la manera en que la realidad se derretía. Parecía estar, más frente a un problema filosófico que frente a uno fotográfico.
Al llegar a su país, el fotógrafo entregó el material recopilado en aquel pueblo de fantásmas y la reacción del comité no tardó en tomar matices obvios. Al poco tiempo, mucho antes de entrar al concurso, el fotógrafo fue despedido de su trabajo. Consternado por el atropello se dispuso para siempre dejar la fotografía. Se refugió en los libros para tratar de dar respuesta a lo que es el tiempo para el hombre y a convencerse de que la realidad de desvance por entre los dedos cuando la queremos atrapar. Al poco tiempo el fotógrafo murió después de volverse loco y mencionar, en repetidas ocasiones en su delirio, que veia la silueta de un viejo acrcándose a él.
La creencia andina dice que las fotografías dejan sin alma a quienes son retratados. Al fotógrafo le pasó en Perú lo contrario y es que el mundo andino correponde con una lógica onírica imposible de descifrar aun por el aparato más sofisticado que la imaginación humana pudo inventar para extender el conocimiento a fronteras impensables: la cámara fotográfica. Pero ni ese invento ni cualquier otro tiene el poder para desafiar la arquitectura inca de la fortaleza. Aquella que en tiempos ancestrales no permitió la entrada de extrajeros a la ciudad sagrada de Machu Pichu.
Hoy en día, la obra del fotógrafo es reconocida por esa imagen donde se ve la silueta de un fantasma caminando hacia la cámara.

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